jueves, 21 de agosto de 2008

Más vale pan duro en paz...



Buscar la concordia entre todos los hombres requiere de un aprendizaje que se inicia en la propia casa, en medio y junto a la familia. Hoy en día pareciera que todo tiende a debilitar los cimientos de la concordia en que la familia está sustentada. Jesús nos ha enseñado que debemos buscar el Reino de Dios y su justicia y que todo lo demás se nos dará por añadidura. La familia es el núcleo básico donde comienza esta posesión del Reino: es el lugar —perfecto— para la oración y la comunión; pero no mantendrá esa calidad de lugar sagrado si está dividido. Por ello, pongamos en un lugar destacado de nuestro hogar, este proverbio que nos viene desde Salomón, inspirado por Dios: "Más vale un trozo de pan seco en paz que una casa bien abastecida donde hay peleas". Prov 17,1

El proverbio citado centra en la obtención de paz el ideal del bienestar familiar. En ese sentido, paz y felicidad, se homologan y condicionan mutuamente. Donde hay paz, hay espacio para la felicidad. Una paz estable, conduce a un estado de felicidad. En la simple definición que nos da el diccionario, la felicidad es el "estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien". Esa posesión nos produce satisfacción, gusto y contentamiento. Y la paz, según la misma fuente de información, es gozar de "sosiego y buena correspondencia de unas personas con otras, especialmente en las familias, en contraposición a las disensiones, riñas y pleitos".
La "buena correspondencia" nos lleva a reflexionar que es necesaria la aportación de a lo menos dos partes interactuando para alcanzar ese objetivo de paz. "Correspondencia" significa reunir, cooperar, aportar..., una parte a la otra como "respuesta" favorable para alcanzar algo que es de mutuo beneficio.
Para lograr el anhelado bien de la paz es necesaria, entonces, disponer positivamente la voluntad; si deseo la paz, debo poner toda mi buena voluntad para obtenerla; porque la paz no es un don gratuito. Sólo la alcanzan quienes luchan y se consagran a la misión vital por alcanzarla. Los ángeles que anunciaron a los pastores el nacimiento del Mesías, así lo expresaron: "...en la tierra paz a los hombres de buena voluntad". Jesús anticipa el reconocimiento a quienes luchan por la paz: "...serán llamados hijos de Dios..."


Una casa en discordia es una casa que no tiene paz; sus miembros están divididos, unos contra otros; están en permanente competición, por sus edades (su "experiencia", adjetivan), sus haberes en conocimientos, en riquezas materiales, en posicionamiento social, en afecto filial, en fin, en todo lo que es simplemente vanagloria (una
"gloria vana", vacía, sin sustancia y sin espíritu). Frente a esta eventualidad, Jesús nos ha enseñado que no debemos juntar tesoros y reservas aquí en la tierra, porque, al final, se corroen o son robados y todo el esfuerzo de una vida por atesorarlos se pierde muchas veces en un instante; en cambio, los bienes celestiales son un seguro para la eternidad y gozaremos de ellos para siempre. "Donde está tu tesoro —nos dice—, allí estará también tu corazón".
Así, si nuestro corazón está puesto en los tesoros del mundo, deberemos estar siempre en alerta, no tendremos tranquilidad para disfrutar de tales tesoros; no estaremos en paz.


La verdadera paz, aquella que nos dejó como su legado el Señor, está en escuchar la Palabra de Dios y en practicarla. Habemos muchos que hemos escuchado atentamente la Palabra de Dios, incluso hasta el punto de sabérnosla de memoria y repetirla a los demás. Pero, si lo que la mente recuerda siempre y la lengua siempre lo repite no se ve reflejado en la bondad de nuestras acciones y de nuestras obras, es entonces también un poseer
fraccionadamente a Dios, que no es lo mismo que poseerlo enteramente: como al joven rico, el Señor nos dice que para entrar en el Reino (alcanzar la vida eterna, la santidad, es decir la felicidad suma: la paz) es necesario negarse a sí mismo (los placeres y posesiones terrenales), cargar nuestra cruz y seguirle.
La abnegación de mí mismo implica, necesariamente, conocer todo lo que poseo y justipreciarlo en lo que vale como medios para alcanzar mi meta, mi objetivo final. Si hacemos un análisis de todo lo que poseemos y lo ponemos en un balance para definir lo que nos ayuda y lo que nos dificulta alcanzar la felicidad que anhelamos, podremos apreciar que, ya en nuestro propio ser estamos divididos: nuestra mente, nuestra palabra y accionar, nuestro corazón están divididos sobre sí mismos y en el conjunto, divididos unos contra otros: nuestra mente nos permite discernir lo que es bueno de lo que es malo y, racionalmente, adherimros al bien; nuestros labios están prontos a hablar de lo bueno que es hacer el bien; nuestros afectos se estremecen por la fuerza de la convicción del bien; pero, nuestras acciones y obras desdicen nuestras convicciones, palabras y afectos. San Pablo constata en sí mismo esa división interior: deseo el bien que no hago y hago el mal que no deseo. San Alberto Hurtado razonaba que es muy bueno no hacer el mal; pero es muy malo no hacer el bien.


Jesús, el Hijo de Dios que, como Dios, nos sondea y conoce en profundidad sabe que nuestra tarea para alcanzar la paz debe empezar dentro de nosotros mismos: la impureza de las cosas que nos alejan de la paz proceden de nuestro propio interior. Es decir, debemos convertirnos completamente a la misión de los hijos de Dios: llevar la paz a todo el mundo, conciliar la creación (naturaleza) con el quehacer humano (cultura) implica que nosotros mismos debemos poner paz en nuestro interior.

Hay una leyenda india sobre esta falta de paz interior de la humanidad. Dice la leyenda que un abuelo decía a sus nietos que en su interior se libraba una lucha entre dos lobos. Uno de los lobos –decía— es la maldad, el temor, la ira, la envidia, el dolor, el rencor, la avaricia, la arrogancia, la culpa, el resentimiento, la inferioridad, la mentira, el orgullo, el egoísmo, la competencia y la superioridad. El otro lobo es la bondad, la alegría, la paz, el amor, la esperanza, la serenidad, la humildad, la dulzura, la generosidad, la benevolencia, la amistad, la sinceridad, la sencillez, la misericordia, la verdad, la solidaridad, la compasión y la fe. Agregaba que esa lucha se desarrollaba, en ese mismo momento, dentro de cada ser humano. Uno de los nietos le preguntó que cuál de los dos lobos ganaría la pelea; y el abuelo responde que, simplemente, aquel lobo que que sea mejor alimentado por su portador.


Existe una lucha permanente entre el bien y el mal. Todos los raciocinios del hombre, todas sus palabras, todos sus afectos, todos sus actos y todas sus obras —en suma, toda su cultura— es el reflejo de esa lucha permanente que se da en nuestro interior. El mundo que hoy deploramos con sus miserias que son causa de la pobreza, la marginación, la ignorancia, los vicios, las plagas y enfermedades, la orfandad, la avaricia, la mentira, la delincuencia, la opresión..., la guerra es el resultado de esta enfermedad interior que estamos vertiendo al exterior y que contamina fatalmente toda nuestra historia.

¿Seremos nosotros capaces de convertirnos, como lo hiciera el pequeño hombre que era Zaqueo, a un estado de salud interior (de restablecimiento de la paz interior: de crecimiento interior que supere nuestra pequeñez exterior) para ya no seguir haciendo el mal que no deseamos? Zaqueo, talvez, se comprometió demasiado al prometer devolver multiplicado lo que injustamente había robado a sus hermanos, pues qué difícil o imposible resulta resarcir el daño que nos hemos hecho a nostros mismos y el que hemos hecho a los demás. Pero sí será suficiente si cumplimos con el otro compromiso de Zaqueo, y que podemos hacerlo también nuestro para subsanar nuestra actual pequeñez interior: no seguir dañándonos ni dañando a los demás. Sólo quien hace el bien es capaz de destruir la maldad; recomponer las fracturas de nuestro ser interior para gozar de una verdadera paz.


El daño que hemos ocasionado —por ejemplo más inmediato— en nuestros propios hogares, podemos mejorarlo en nuestros hijos, siendo para ellos, DESDE AHORA, esos buenos padres que, probablemente, hasta hoy no hemos sido.


Ínfimo diácono